19/10/09

Imágenes

Por: William Ospina*

“MÁS HERMOSOS QUE EL MUNDO SON los mapas del mundo”, decía ingenuamente Horacio Rega Molina.

Hoy asistimos a la versión pervertida de ese sueño: la idea de que las imágenes del mundo son mejores que el mundo. El esfuerzo de ciertos poderes por hacer que el mundo virtual nos fascine más que el mundo real.

El descubrimiento de la fotografía, y su desarrollo espectacular en el cine y en la televisión, parecía llevarnos hacia un momento extasiado de fascinación con la realidad. La obra de los románticos pareció prepararnos para adorar cada grano de arena, para venerar cada hormiga y para deleitarnos con el caldo de infusorios de las más remotas galaxias. Pero pronto llegó la hora en que el reflejo se quiso mejor que el objeto, la sombra mejor que el cuerpo y el fantasma de las cosas mejor que las cosas. Apareció el primado del mundo virtual, y las pantallas empezaron a sustituir al mundo.


Antes, las lámparas alumbraban el espacio circundante. Estas modernas pantallas lo reemplazan y lo subordinan. En los hogares del mundo no hay nada más vivo, más atendido y más omnipresente que el televisor. La realidad fantástica, el aleph resplandeciente, volviendo secundario todo lo demás. Los dramas de la familia existen mucho menos que los de la telenovela, y también sus alegrías y sus magias. Se ama y se llora lo que tiene más rating; parece que una legión de oportunos fantasmas nos ahorrara las peripecias y la pasión de vivir. Pero no es que desaparezca el mundo real: sólo pierde importancia. Al fin y al cabo hay que trabajar para pagar las cuentas de la energía y del cable, para sufragar los gastos del sueño compensatorio.

Y también para esa vida secundaria hay cámaras, y hacen siempre más interesante lo ya archivado que lo tediosamente presente. Convierten todo instante en el boceto de un posible espectáculo. “Ser es ser retratado”, dijo alguien. No hay que vivir nada, pero hay que retratarlo todo: fiestas, celebridades, lugares. He estado esta semana en Notre-Dame de París: nadie miraba los vitrales, todos miraban las pantallas. Nadie miraba lo que iba a dejar allí: todos mirábamos lo que nos estábamos llevando. No deja de ser intrigante este ingenuo, casi inofensivo, saqueo virtual del mundo. Como si no importara lo que vemos, sino lo que queremos llevarnos, la sustancia de lo real permanece cada vez menos interrogada. Nos llevamos su momentánea superficie: ella nos producirá, más tarde, no la alegría de entender, sino el consuelo de haber visto, la vaga sensación de haber estado allí.

Pero quizá, como le decía Antístenes en las calles de Atenas a un joven que lloraba por haber perdido unos manuscritos: “Más te valdría haberlos escrito en el alma y no en el papel”. Ya no tenemos fe en la memoria ni confianza en el pensamiento: son las pantallas las que deben recordar, las fotografías dicen lo que el propio lenguaje ya no sabe decir.


Sin embargo, qué tedioso es ver fotografías donde no hay nadie conocido ni célebre. Mejor ver tigres de Bengala, islas de flamencos rosados, marmóreas nubes de atardecer, primeros planos de mecanismos cromados, olas cristalinas capturadas desde el interior. Sólo en la fotografía el mundo parece de verdad visible; allí es posible detener el instante; como quería Rimbaud, “fijar el vértigo”.

Tal vez nos abruma esta danza loca, y queremos, como el poeta, detener el instante, suspender el tiovivo en el momento de mayor plenitud. Tal vez nos abruma la vida como sucesión. Pero las fotografías también tienen su peligro: nos vemos hace quince años y comprobamos espantosamente el paso del tiempo. Las engañosas cámaras sólo fingían detener el espectáculo. El río sigue su curso, nos desgasta, pocas veces nos mejora. Y casi añoramos esas épocas que se admiraban menos, pero que se miraban menos también; cuando la vida era vida, no espectáculo; cuando había menos que admirar y más que aprender.

Pero estamos atrapados en esta edad de filmes y de estampas. Y el turismo casi no nos permite viajar. Porque viajar era antes un asunto de asombro y de riesgo: ahora sólo puede ser lo exótico domesticado, todo bajo control. Las fotografías de nuestro futuro viaje ya fueron tomadas. Nos vacunamos contra la experiencia como contra la fiebre amarilla, llevamos repelente contra lo inesperado, antes de partir ya estamos de regreso.


Y el día no acaba de irse: llena la noche con sus noticias, con sus goles, con sus escándalos. La luz, que se apagó en el cielo, vuelve en las pantallas. El pasado inmediato muestra de coletazo sus rincones, sus estampas sublimes o triviales. No hay balance posible: sólo datos. Es sólo un día más, una jornada. Y vuelven a nosotros las palabras de Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”.

* William Ospina, poeta, ensayista y ahora novelista. Sus relatos Ursúa y El país de la canela ya tienen un lugar en la historia de la literatura de habla hispana.

tomado de http://elespectador.com/columna167238-imagenes

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